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AL PNV LE TOCAN LOS GUGGENHEIMS


El viceconsejero de Cultura, Antonio Rivera, ha dado una conferencia en Brasilia en un Simposium Internacional sobre Arquitectura y Museos. A la parlamentaria del PNV Leire Corrales le parece que las palabras de Rivera sobre el Museo Guggenheim pronunciadas en Brasil "rezuman odio" contra la labor de los gobiernos liderados por el PNV. Si quieren saber si el viceconsejero de Cultura se refirió a los numerosos escándalos surgidos de ese negocio vasco-americano del arte (condena a 3 años y medio de prisión contra Cearsolo, ex-director financiero, por desfalco de medio millón de euros, pérdida de 7 millones de euros de sus gestores por la nefasta política de cambio en dólares, inversiones faraónicas en las obras de arte que deciden comprar los magnates de la Fundación Guggenheim, etc...) les recomendamos la lectura de dos textos. Primero, las críticas de Leire Corrales. Después, el texto íntegro de la intervención en Brasilia de Antonio Rivera.

PNV dice que el viceconsejero de Cultura 'rezuma odio' hacia la labor de los gobiernos liderados por jeltzales.
La parlamentaria del PNV Leire Corrales ha mostrado su asombro por las críticas al Museo Guggenheim realizadas por el viceconsejero de Cultura, Antonio Rivera, en el simposio Internacional de Arquitectura y Museos celebrado en Brasilia y ha afirmado que Rivera 'rezuma odio' hacia la labor de los gobiernos liderados por el partido jeltzale.
En un comunicado, Corrales ha asegurado que las declaraciones de Rivera en el 'Simposio Internacional de Arquitectura y Museos: nuevas tendencias. Brasilia 50 años', desarrollado en el Museo Nacional de Brasilia, son 'simplemente, repugnantes y muestran a las claras la irresponsabilidad institucional a la que nos tiene acostumbrado el Gobierno López'.
Según ha criticado, Rivera 'exporta la polémica allá donde va y el perjuicio de imagen al que ha sometido al Museo Guggenheim Bilbao con estas declaraciones no son admisibles en un representante del Gobierno Vasco'.
La parlamentaria jeltzale ha añadido que, 'el señor Rivera, a parte de ser representante del Gobierno vasco, también forma parte del Consejo de Administración del propio Guggenheim, por lo que su irresponsabilidad es doble'.
'No es de recibo que la imagen del Museo Guggenheim y de la propia Euskadi quede dañada en el exterior de esta manera', ha advertido.
EN LA OPOSICIÓN
'Quién diría que el señor Antonio Rivera siguiera en la oposición, criticando como hacía las acciones de los Gobiernos liderados por PNV, pero resulta que, actualmente, ocupa un puesto de responsabilidad institucional, representa a todos los ciudadanos vascos y debe hacer gala de ello', ha manifestado.
Por ello, ha señalado que 'no nos queda más que pensar que el viceconsejero Rivera rezuma odio hacia toda la labor ejercida por los anteriores gobiernos nacionalistas'.

Hasta aquí, las críticas de Leire Corrales. A partir de aquí, el texto de la conferencia de Antonio Rivera leída en Brasilia.

Un modelo no repetido
El vasco es un país de poco más de dos millones de habitantes; menos que la población del distrito federal donde se encuentra esta ciudad de Brasilia. Tiene en torno a un centenar de espacios identificados como museos y una particular historia de los mismos. Hasta ahí, algo no muy singular o específico, y, desde luego, ningún argumento para que ustedes me hayan invitado a hablar en este Simposio Internacional sobre arquitectura y museos. Una invitación que, en estas palabras iniciales, agradezco sinceramente en nombre propio así como en el del Gobierno Vasco al que represento.
Estoy aquí como invitado en este evento porque en Euskadi, y en concreto en Bilbao, se ubica un museo un tanto particular, el Museo Guggenheim Bilbao, que aúna en una misma expresión la novedad tanto en la gestión y sentido de la museología en el cambio de siglos XX al XXI, como la singularidad y excepcionalidad de un edificio, debido al genio de Frank Gehry, de talla internacional. Todavía hace solo unos pocos meses, el edificio del Museo Guggenheim Bilbao ha sido reconocido en una encuesta de medio centenar de arquitectos convocados por la revista Vanity Fair como la mejor arquitectura internacional de los últimos treinta años. Todavía hoy, y a pesar de los efectos de la crisis económica internacional, el museo bilbaíno se mantiene en el borde de los 900.000 visitantes anuales, con una tasa de autofinanciación en torno al 65% (algo así como el doble de lo que se tiene por óptimo) y con una capacidad reconocida e indiscutible para generar economía de entorno en hostelería, restauración, ferias, etcétera. Por último, en este primer flash de presentación, la generación de producto intangible no es menor, y el museo constituye la guinda del pastel de una operación compleja de recuperación de la vieja villa de Bilbao, deprimida en los años ochenta por una profunda reconversión de su industria, que ha colocado a la ciudad tanto en el mapa de ciudades internacionales como en la oportunidad de encarar su fase histórica postindustrial. Y todo ello con un incremento notable –y ahora sí, justificado- de la autoestima de sus ciudadanos, soportado en el cambio del escenario central de su ciudad, el entorno de la Ría.
La experiencia, entonces, de lo que se ha llamado “efecto Guggenheim” en Bilbao no puede ser sino extraordinariamente positiva a niveles diferentes: económicos, urbanísticos, de confianza interna de su población, de proyección internacional de la ciudad y del país, y también culturales. “Efecto” más que “modelo”, como a veces se dice, si se interpreta esta acepción como mecanismo que a partir de su experimentación se ha repetido en otros lugares. La realidad es que la eficacia completa de esa nueva forma de gestionar museos ha resultado exitosa –por completo, insisto- casi excepcionalmente en Bilbao. El caso bilbaíno confirma en su funcionamiento que la fórmula era viable, pero la paralela realidad es que la misma no se ha repetido con reiteración. Así lo muestra lo ocurrido hasta la fecha con los intentos fallidos de la casa matriz Guggenheim por expandir su fórmula franquicia por el planeta o el hecho mismo de que, aunque algunos procedimientos ensayados en Bilbao han resultado exitosos en otros casos, solo en el caso que aquí presentamos la fórmula completa ha logrado el diez. E incluso habrá que acotar críticamente la euforia en el caso bilbaíno a la luz de la experiencia. De eso hablaré también en mi exposición.
La propuesta que en su día hizo el director de la Fundación Solomon R. Guggenheim de Nueva York, Thomas Krens, de explotar la fórmula franquiciada, satélite o itinerante se presentó como la que iba a caracterizar a los museos del siglo XXI. Yo sería más realista al dejarlo en que era la fórmula coherente con lo que se estilaba en los años noventa del siglo XX. En el aspecto más exitoso y en lo que podamos referir de manera más crítica, el MGB es sobre todo coherente en sus resultados con la razón y sentido que lo inspiraron. El estudio de viabilidad que hizo la firma Peat Marwick señalaba en su introducción como “razón fundamental” para la creación del museo los intereses y recursos de cada una de las partes. Bilbao tenía el deseo (y/o la necesidad) “de un estímulo cultural para la economía local y regional”, así como los recursos para financiar la operación (no se olvide que las provincias vascas tienen cada una de ellas su propia Hacienda y autonomía fiscal). La Solomon R. Guggenheim tenía “abundancia de artefactos culturales”, experiencia en programación y necesidad de ampliar su mercado de ventas (exposiciones y explotación de know how). Las necesidades y recursos de las dos entidades, ciudad y fundación, se complementaban a la perfección. Y una idea quedaba clara desde el principio para las dos partes: la cultura era el producto, pero la economía era el objeto. Al cabo de los años, la economía ha quedado más que satisfecha, y nadie podrá dudar de que el producto ha sido cultural (de alta cultura de masas, eso sí).
El éxito de esta nueva forma de idear y gestionar los museos no puede explicarse en el caso de Bilbao sin otro factor singular: la arquitectura. La entidad de la colección permanente y el saber hacer de las exposiciones temporales lo aseguraba la marca Guggenheim; el factor arquitectura lo aportó el genial edificio que fue capaz de diseñar Frank Gehry. Al punto de que uno de los aspectos más discutidos de la experiencia es si la gente va a Bilbao a ver lo que hay dentro del MGB o, simplemente, a fotografiarse con la arquitectura de Gehry de fondo… y luego ver lo que tiene ese día el museo. Siendo así –o pudiendo ser así-, ello nos coloca en la “coherencia” del papel asignado a la cultura de los años noventa del siglo XX para aquí: su función instrumental en el objeto superior de la realidad de nuestro tiempo que es, en este caso y solo como uno de ellos, el turismo masivo urbano de contenidos culturales. Como trataré de explicar en todos los demás casos, lo importante no es responder a preguntas en términos sí o no, sino ver de qué manera esta realidad que presenta el MGB como expresión de una nueva museística es coherente con los valores de nuestro tiempo. A partir de ahí, en una visión global, es cuando hay que responder las preguntas (y no necesariamente en términos de sí o no).
Entonces, aclarando y recapitulando: como se dice coloquialmente, se juntaron “el hambre y las ganas de comer”. El agresivo director de la Solomon R. Guggenheim, Thomas Krens, había llevado a cabo una ampliación de capital del museo neoyorquino que obligaba a éste a captar liquidez a muy corto plazo. Krens se encontraba con un extraordinario capital paralizado en los almacenes de obra artística del museo y diseñó una fórmula de franquicia que permitiera a estas obras circular bajo su batuta por diferentes sucursales mundiales. Se trataba entonces de sacar partido a la materia prima artística, al saber hacer de la institución y al propio prestigio de su marca fuera de Nueva York. Bilbao se encontraba atenazada por una profunda crisis. Crisis económica que obligaba a reconvertir drásticamente su anterior industria pesada siderometalúrgica y naviera. El paro llegó a alcanzar en esos años a una cuarta parte de la población activa. La crisis social que ello favorecía tenía su expresión en la parálisis, la decadencia, la fealdad de aquella vieja ciudad industrial o también, a diversos niveles, en la conflictividad laboral, en el consumo de drogas o en la pujanza de un terrorismo anterior de justificación política ultranacionalista. La crisis política era el complemento final de este panorama, con gobiernos regionales cortos y necesitados de la suma de diferentes formaciones políticas.
Pero Bilbao es una ciudad fuerte, con una historia de éxitos y fracasos, de abundancia en los negocios y de crisis acelerada de éstos, con una elite dirigente amplia y consciente de su papel y de la importancia de sus decisiones . Unas inundaciones en el verano de 1983, que arrasaron la villa y el centro histórico de la misma, fijaron la cota de máxima depresión de la ciudad. La creación en 1992 de la sociedad “Bilbao Ría 2000” , de capital público español y vasco, y con subvenciones de la Unión Europea, supuso el punto de arranque de una actuación integral en una zona en declive. Los cuatro puntos estratégicos de actuación eran: la recuperación de la movilidad interior y exterior de la metrópolis (superpuerto, aeropuerto, metro y tranvía); la regeneración del muy degradado entorno urbano de la ría; la inversión en recursos humanos y en reconversión industrial y tecnológica; y la apuesta por una iniciativa cultural que le diera empuje. En definitiva, se trataba de pasar de una metrópolis agotada en su tradición industrial clásica, pesada y sucia, afectada por la reconversión internacional de los mercados y las tecnologías, a otra de corte postindustrial y de servicios, más limpia y diversificada en sectores, y más soportada en el conocimiento. De la ciudad del hierro a la del titanio, como se ha resumido gráficamente. O, como dijo otro autor, se trató de cambiarle el género a Bilbao, y pasar del varón proletario y grasiento que lo caracterizaba a la mujer dinámica y glamorosa que pudiera representarle hoy . En ese tránsito revolucionario, el MGB acabó siendo un instrumento clave de éxito (en la gentrificacion del centro urbano, en la recuperación urbanística de la Ría, en el incremento de la autoestima ciudadana, en la regeneración de la ciudad) y la guinda más visible de ese excepcional pastel. Pero no puede explicarse la transformación de la ciudad solo a partir de los efectos milagrosos del museo, sino que éste debe ser visto como un factor más; eso sí, de primer orden.
Se acude poco a valorar el proceso de gestación de aquel acuerdo entre las instituciones vascas y la Fundación Guggenheim, como si el resultado positivo convirtiera en ociosa la reflexión sobre la historia original. En realidad, lo bueno y lo malo de ese devenir están contenidos en el proceso de acuerdo inicial. Por primera vez en la historia, un museo proponía abrir una sucursal y cobrar una cantidad por ello. En concreto, fueron veinte millones de dólares los que a tocateja y sin dudar ni rechistar pagaron las instituciones vascas en dos plazos, entre 1992 y 1993. Las condiciones del acuerdo entre las partes, que determinan la relación de los socios hasta hoy y el funcionamiento del museo, fueron establecidas unilateralmente por Krens, sin que las pocas demandas de modificación expresadas desde la parte vasca tuvieran éxito alguno. La desigualdad en la disposición negociadora de las partes la ilustra el hecho de que el abogado español contratado por la Guggenheim acabó dimitiendo al no encontrar contraparte con exigencias y propuestas en las administraciones vascas . Luego nos referiremos más al contenido de ese crucial acuerdo, quintaesencia del modelo de gestión que se asocia al MGB. Por su parte, las instituciones vascas, Gobierno (regional) Vasco y Diputación (Foral) de Bizkaia, formularon el posible acuerdo desde una dimensión estrictamente económica, al punto de que fueron los responsables y técnicos de los Departamentos de Hacienda los que condujeron éste. Sus homólogos de Cultura se incorporaron a la novedad y a la negociación mucho más tarde (aunque fueron los únicos que presentaron alguna resistencia a Krens). Sirva aquí de muestra patente de esto que se dice –de importancia notable- el hecho de que el MGB solo ha tenido un director desde su creación, que no es otro que un técnico del Departamento de Hacienda, experto master en gestión y negocios, pero en absoluto en temas de cultura, de arte o de dirección de industrias culturales. Se ha dicho que, aunque la Fundación y la ciudad estaban en situaciones extremas, de enorme debilidad en el momento del acuerdo, la primera parecía poder aportar más al desarrollo de la segunda que al contrario. Bilbao, es cierto, no era ninguna de las otras ciudades donde Krens había intentado su operación de “museo satélite”: ni Salzburgo, ni Venecia, ni Madrid . Del mismo modo, la ausencia de atractivo inicial de Bilbao, su condición de escenario depresivo, han hecho todavía más espectacular y milagrosa su recuperación posterior vinculada a los efectos benéficos del museo. Pero lo cierto es que la posición de la ciudad y de las instituciones que la representaban fue muy subsidiaria de los movimientos estratégicos de Krens, que fue viendo cómo todos y cada uno de sus deseos se iban cumpliendo: captaba de partida una buena suma de dinero, determinaba la operación de construcción de una arquitectura singular, señalaba al arquitecto que la llevara a cabo -incluso se atribuye la elección del solar en que se construye y toda la filosofía adherida a esa elección- y, sobre todo, impone las condiciones del acuerdo para la gestión del MGB para los próximos años. En el otro lado, en las instituciones vascas, todo era fe, sustentada en el argumento de que el extraordinario gasto que se asumía no era tal gasto sino inversión estratégica de futuro. El resultado al cabo de los años no ha podido ser más positivo, sobre todo si se tiene en cuenta el desequilibrio manifiesto de la negociación, de la relación y del acuerdo entre las dos partes. Pero, diremos, bien está (y estuvo) lo que bien acaba.
El contenido del acuerdo establece un procedimiento de gestión que los más críticos inicialmente definieron como “McDonalización” de la museística o como “krensificación”, por el papel jugado por el entonces director de la fundación neoyorquina. Sin necesidad de ser tan drásticos, sí que hay que empezar recordando que el MGB se planteó por Krens como un experimento del museo de finales del siglo XX. Siendo más ambicioso, lo tituló como “el museo del siglo XXI”. En esencia, constituye una inversión de la jerarquía tradicional establecida en los museos patrimoniales clásicos. La gradación decreciente de importancia entre colección, programa expositivo y arquitectura, aquí se invierte. Volveremos sobre la arquitectura. Centrados en la colección y en las exposiciones, la experiencia ha demostrado cómo el atractivo del MGB descansa más en la espectacularidad del programa expositivo que en el propio valor de la colección (que es mucho). Los dos acuerdos que sustentan el procedimiento de gestión hasta hoy asignan en exclusiva a la Solomon R. Guggenheim Fondation la función de dirigir el museo en su conjunto: de hecho, el acuerdo dice que “la Administración Vasca acepta que la SRGF administrará y dirigirá el Museo” por un periodo inicial de veinte años. Así, dirigió el conjunto de las obras de construcción del edificio, y ha dirigido y dirige la gestión de las colecciones y de la programación artística, así como el programa de adquisiciones (que se hace a propuesta de Nueva York). Las administraciones vascas pagaron hasta la apertura del museo 4,6 millones de dólares a la Fundación en concepto de planificación, desarrollo y construcción, y desde entonces pagan una factura anual por los costes del trabajo del personal de la central neoyorquina dedicado a la gestión del museo bilbaíno. El contenido del museo también se explicitó hasta lo debido en aquel acuerdo. La programación expositiva se articularía a partir de unos componentes básicos: la colección esencial de la fundación neoyorquina compuesta por arte del siglo XX (siempre según resuelva la propia fundación neoyorquina); una colección complementaria de arte de posguerra; y una colección de arte vasco y español. El compromiso de calidad de las exposiciones debía ser equivalente al expuesto en Nueva York y garantizado en un valor de cinco veces a precio de mercado respecto del de la colección adquirida progresivamente por las instituciones vascas. En cuanto a esta colección propia del MGB –actualmente conformada por algo más de cien obras-, la Tenedora formada por las dos instituciones vascas soporta económicamente las adquisiciones, que se hacen a propuesta del magisterio de la Guggenheim de Nueva York. Desde los inicios se viene aportando anualmente entre seis y siete millones de euros. En definitiva, las administraciones vascas compraban un saber hacer, un prestigio de marca, una colección original de extraordinario valor y una capacidad para programar exposiciones de calidad y de gran atractivo. Depositada la confianza en esa capacidad, no se reservaban más protagonismo que el de pagar la factura. Incluso la demanda final de una mayor concreción acerca de qué obras y exposiciones, así como qué pasaba con los artistas locales, quedó en el limbo y sin resolver, y de nuevo esperó al buen juicio de la dirección americana.
Vuelvo a insistir en el hecho de que un acuerdo no bien gestionado –como reconocen sus protagonistas más autocríticos- ha tenido un resultado práctico magnífico que hace olvidar aquellas limitaciones. Con todo, y vista la experiencia de estos años, y de cara a la renovación del acuerdo entre las administraciones vascas y la Guggenheim de Nueva York para el museo bilbaíno, será importante evaluar algunos aspectos como: la presencia en Bilbao de los fondos de la Solomon R. Guggenheim, tanto en términos de calidad como de cantidad; la entidad por sí misma de la colección propia adquirida en estos años a instancias y juicio de la dirección neoyorquina; o la proyección internacional, aprovechando la red Guggenheim, de los artistas y creadores vascos. Además de eso, habría que replantearse cuestiones como la reorganización de la comisión de expertos, la posible designación de una dirección artística del museo, las políticas de compras, el fortalecimiento del know how del equipo humano de Bilbao o la vinculación más tangible de la ciudadanía vizcaína y vasca con el museo (en forma de incremento de sus visitas al mismo).
El indiscutible éxito del MGB en términos de visitantes, prestigio, proyección, calidad expositiva y economía no difumina al cabo de los años la impresión que se tiene desde algunos sectores de excesiva dependencia de lo local respecto del magisterio contratado a la entidad neoyorquina. Eso era lo que se compró; no se engaña nadie. Pero, después de los años, igual se puede aspirar a algo más. Por ejemplo, según lo apuntado, a elevar ese escaso 10% de visitantes vascos en el conjunto, que si bien supone un espaldarazo para la economía del museo –un 90% de visitantes foráneos es dinero limpio para las haciendas locales-, nos hace pensar que para la ciudadanía que vive con el Guggenheim bilbaíno, éste es poco más que un objeto o un dibujo en el cielo del que, eso sí, se sienten muy orgullosos… aunque no lo visiten nunca . Es discutible que la potente red internacional Guggenheim haya servido en lo suficiente para la proyección del mundo artístico y creativo vasco, más allá de los clásicos (Chillida, Oteiza) o de consagrados como Cristina Iglesias y poco más. Hay que despejar la posibilidad de que un estudioso del museo pueda afirmar con suficiente criterio y ajustándose a la realidad que el personal del museo bilbaíno “se limita a colgar los cuadros que le llegan” . Hay que dotarse de expertos de contraste –por ejemplo, en la política de adquisiciones- distintos de los de la fundación de Nueva York. En resumen, lo que alguien ha denominado “tomar el mando” del museo bilbaíno , en la parte que legítimamente corresponde. Incluso más: habría que ver cómo implicar más al MGB en la política cultural del País Vasco y en su relación con otros agentes culturales, y habría que borrar esa impresión de que éste es un enorme árbol debajo del cual crece poca hierba; o mejor, más correcto, que hay demasiada distancia entre la proyección y dimensión internacional de este museo y la lógica condición muy humilde y local del otro centenar que en muchos casos también nos toca gestionar desde los poderes públicos .
En todo caso, cuando les cuento esto, uno tiene la impresión de que muchos de ustedes estarán pensando: “¡Ojala tuviéramos nosotros el problema de ustedes de mejorar en lo posible la gestión de su museo y su relación con el socio neoyorquino! ¡Ojala tuviéramos un problema tan lucrativo y generoso en resultados!”. Así es. Por eso no debe interpretarse mi exposición en otros términos que no sean los de la ambicionada mejora de lo que se tiene. Nada más.
Pero si esa reflexión podía remitir a aspectos domésticos -aunque no lo creo: la evaluación de resultados de lo que se presenta como “modelo” es relevante para todos-, entiendo también interesante terminar con alguna reflexión sobre la aportación del MGB a la museística del siglo XXI. Para lo bueno y para lo malo, el MGB es una creación coherente con el pensamiento y las maneras de hacer de esa postmodernidad típica de los años noventa del pasado siglo XX. Cierto que la economía, la espectacularidad y el éxito rápido se impusieron como valores a otros como la cultura, la reflexión o la sostenibilidad. La crisis en que ahora estamos sumidos no es sino el resultado de aquellas alegrías. Pero, en la parte positiva, en ese contexto, el “modelo” MGB ha sacudido, por ejemplo, las políticas de públicos, haciendo de los museos algo atractivo, divertido, glamuroso y hasta “chic”; ha impuesto el dinamismo en la gestión imaginativa de sus colecciones, sin perder por ello rigor ni incluso academicismo; ha establecido políticas exigentes de captación de recursos ajenos y de gestión de los mismos, exhibiendo un altísimo porcentaje de autofinanciación como reclamo para la participación de un sinnúmero de empresas privadas que dejan su dinero ahí y buscan un prestigio que no hallan en otro tipo de iniciativas y espacios; se ha buscado una respetabilidad tal que la comparte con un turismo internacional de clases medias cultas y con las elites locales y foráneas, encontrando todos el elemento de atracción o de prestigio que buscan; ha localizado en los “ingresos atípicos” procedentes del alquiler del espacio del museo recursos que en la sacralización anterior de esos recintos ni se imaginaban. Todavía en un plano distinto y superior, recordamos la intención original de servir para la recuperación de espacios urbanos degradados y para fortalecer el músculo y la autoestima de una población sometida a procesos de crisis. A la par hay que decir que esas novedades y capacidades de los nuevos museos se despliegan como exigencia a otros que o bien no responden (ni pueden hacerlo) a ese modelo de gestión, o no han tenido tiempo para adaptarse a él o no quieren hacerlo. Número de visitantes, porcentaje de autofinanciación, referencias en los medios de comunicación o incremento del valor del suelo o embellecimiento del espacio urbano de entorno sustituyen ahora como potencialidades de un museo a anteriores ítems como importancia y calidad de la colección, tratamiento e investigación acerca de la misma, utilidad de los fondos para el conocimiento científico o popular, tiempo de estancia medio de las visitas del museo, percepción y valoración de esa estancia en su dimensión formativa, capacitación científica y técnica del personal del centro o sostenibilidad conforme a los recursos pactados con la administración.
Cuando todavía estábamos desplegando el modelo de ecomuseos, entendidos como espacios de desarrollo local, donde la comunidad de entorno se muestra, reconoce y utiliza el museo como centro cultural complejo, se imponen las virtudes de un tipo de infraestructura cultural que desdeña a un tiempo el modelo tradicional de museo patrimonial y la implicación en ese entorno, prefiriendo a todo lo demás los números económicos de sus balances. En ese sentido, cierta es la afirmación de un analista de que “el Guggenheim es el texto fundamental de la política cultural vasca en la actual era posmoderna” . Curiosamente, como también se ha señalado, es una apuesta de gestión posmoderna que se soporta en un material característico de la modernidad, como todavía lo son las vanguardias artísticas de la primera mitad del siglo XX. Pero ésa es otra historia, porque lo determinante es que, como producto de su momento político y económico, en el modelo MGB el marketing, el diseño, la comunicación y los datos de consumo –o la espectacularidad de su programa expositivo- pesan más que el propio bien, que el valor del propio objeto artístico . El modelo es coherente con la economía de los noventa y por eso el MGB es sobre todo “un punto de distribución”, un centro de muestras temporales, como corresponde a un tiempo en el que los depósitos y los stocks de material fueron sustituidos por los centros logísticos y por la canalización y satisfacción inmediata del deseo suscitado en el cliente, en la mejor expresión del sistema industrial “just in time”. A la vez, la manera de gestionar tiene más importancia que la propia circulación de la estética; incluso más que la creación misma. Como bien sentencia Iñaki Esteban: el MGB “no es un museo estetizante del pasado sino un dispositivo para crear presente y proyectar el sueño del futuro” . Ése ha sido el capitalismo de los años noventa en el que, a pesar de la crisis actual, todavía seguimos instalados. En ese marco, la denunciada como “McDonalización” de los museos resultaba coherente con las lógicas, exigencias y posibilidades de la globalización. La función del espectáculo, de lo espectacular, dentro de un consumo globalizado de masas –aunque de masas de un determinado tipo y clase social- formaba y forma parte de esa mundialización, y ahí cobran sentido cosas tan diferentes como la competencia de imágenes en que participa el turista internacional (o su coleccionismo) o la pugna entre marcas de ciudades, la idea fuerza inicial que justificó la erección del edificio y museo Guggenheim Bilbao.
Ahí aparece el excepcional edificio de Frank Gerhy, dentro de esa disputa entre marcas de ciudades donde juegan un papel relevante las “arquitecturas milagrosas” y el start system que han conformado un puñado de arquitectos de renombre internacional. ¿Hay algo más característico de la cultura económica y política de los años noventa del siglo XX que ese campeonato mundial de arquitecturas urbanas? ¿Algo representa mejor la banalidad, la euforia, la fe en los milagros, la dudosa responsabilidad de quien gestionando lo público resuelve apuestas multimillonarias a una sola carta? En sentido contrario, ¿algo representa mejor la capacidad atribuida entonces a esas actuaciones arquitectónicas y urbanísticas de regenerar y poner en valor un espacio deprimido o poco rentable? Gerhy traía fama de saber trabajar con materiales humildes, casi pobres (su vivienda de Santa Mónica era un buen ejemplo). En Bilbao se encontró con la oportunidad –de la mano rumbosa de Krens y gracias a la fe de aquellos políticos vascos- de construir un edificio de titanio, que acabó costando 14.388 millones de pesetas de entonces (serían hoy algo menos de cien millones de euros en el cambio actual) . Su potencialidad fue tal que permitió al arquitecto Philip Johnson decir aquello tan provocador de que “si la arquitectura es tan buena como en Bilbao, que se joda el arte”. Lo sigue siendo todavía hoy. Incluso lo es más, porque, a semejanza del MGB como modelo de los museos a gestionar en el siglo XX, que ha sido en su diseño global casi una excepción, por mucha influencia que haya tenido en los demás en aspectos parciales, el modelo de la arquitectura milagrosa casi empieza y termina en ese ejemplo de Bilbao, porque es difícil encontrar otro donde el éxito haya sido tan rotundo. Es más, es fácil encontrar a cambio docenas de ejemplos de derroche de recursos o de obscenidad estéril en la construcción . El edificio de Gerhy en Bilbao vuelve a representar como ninguno otro las posibilidades y miserias del anterior final de siglo, y la función central atribuida al espectáculo cuando hablamos de arte y de cultura. Efectivamente, para muchos visitantes es lo de menos lo que pueda haber el día de su visita dentro del edificio: éste ya merece el viaje… aunque solo un programa atractivo de exposiciones mantendrá álgido el número de turistas cuando todos hayan capturado ya la imagen del edificio en sus cámaras. Pero el espectáculo no quiere decir espectacularidad banal, sino adecuación a la manera contemporánea de ver el mundo, a la capacidad de lo abundante, del exceso, de producir visiones estimulantes de la realidad, capaces de cambiar positivamente las cosas y también de generar consensos sociales y políticos para superar las dificultades inevitables del día a día. El edificio de Gerhy ha demostrado una capacidad ejemplar en ese sentido.
Porque hay una idea esencial con la que quiero terminar. No es mía, sino que constituye la pieza fundamental del análisis que sobre el llamado “efecto Guggenheim” realizó el periodista bilbaíno Iñaki Esteban. Éste señala la importancia del consenso político y social como requisito imprescindible para que el efecto positivo del MGB sea tal. En el fondo, es como en el cuento del rey desnudo: todo lo que rodea al museo destila demasiados elementos cuestionables, desde su origen hasta la fecha. Pero si nos ponemos de acuerdo en ver lo mucho que de positivo ha proporcionado, el resultado es deslumbrante, cegador. Por eso, este tipo de operaciones crean consenso social y político, y se sostienen precisamente en ese consenso social y político. Cuando éste se debilita reaparece aquella vieja pregunta de cómo nos pudimos gastar catorce mil millones de pesetas cuando una cuarta parte de la población activa estaba en el paro. Y cuando nos contestamos que, al fin y al cabo, aquella decisión arriesgada resultó espléndida en sus resultados, sin consenso social y político reaparece la pregunta de si eso lo debimos y lo debemos hacer a costa de la cultura en su acepción más purista y prístina. Hoy, en Bilbao, en Euskadi, el consenso social y político sobre el MGB sigue existiendo. ¡Faltaría más, con esos resultados! Pero aquella fe que le dio origen se soporta en que nadie haga ni se haga preguntas, en que nadie sea medianamente crítico con lo que tiene entre manos. Ser crítico cuando todo va mal, es obligado; serlo cuando todo parece ir a las mil maravillas es serlo auténticamente, y constituye exigencia obligada del gestor público si éste no quiere transitar por la vida y por las decisiones con el dinero ajeno con el único pertrecho que proporciona la fe. La fe en que pueda salir bien otra vez lo que salió bien una.


Antonio Rivera
Viceconsejero de Cultura, Juventud y Deportes
Gobierno Vasco

Para Brasilia, septiembre de 2010

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